16 junio 2009

Amor eterno, amor extinto

Entró la ciencia en la casa y la política. Un amigo de la secundaria me reveló la historia del 68 en Tlaltelolco apenas 7 u 8 años después. Todo estaba tan fresco. El futuro era la izquierda. Incluso cuando me dijo que él deseaba irse a la sierra para unirse a la guerrilla, me nació una envidia totalmente justificada.

Yo no podría hacer eso, era un idealista. Lo soy.
En medio de la turbulenta adolescencia y el mar de ideas revolucionarias, ¿cómo podría hacer Dios para atraer a un cuasi discípulo de Oparin y Darwin? Con una mujer.

A los 15 años asistí casi sin querer a un evento de la iglesia adventista que duró una semana. Ahí la conocí. Nos gustamos de inmediato. Y sin resistirme asistí con regularidad a unos cultos que antes despreciaba. Ella estaba ahí y eso bastaba.

Lo malo es que su padre leyó mis cartas y le pareció demasiado romance para ser saludable y prohibió tajantemente la relación e incluso que me viera y se comunicara conmigo. No hicimos caso, por supuesto. A escondidas nos hablábamos por teléfono. La hermana menor burlaba el cerco y entregaba nuestras cartas de ida y vuelta. Y algunas veces podía acompañarla una o dos calles saliendo de la escuela, hasta donde ya era demasiado riesgo de ser descubiertos.
Y la descubrieron algunas veces al teléfono. Los castigos eran brutales (increíble). No obstante, eso alimentaba el amor, o lo que pensábamos que era amor.

Un sábado de tarde toda la congregación acudió a una enorme propiedad privada en las afueras de la ciudad. Un campo arbolado sirvió de marco para un culto que resultó refrescante.

Al término había que llevarnos de regreso y la opción que quedaba era la camioneta del señor. Con ganas o sin ellas tuvo que aceptar que yo también subiera.

Era una pickup, descubierta. Se llenó de muchachos. Y ella estaba ahí, sentada en un rincón, fuera de la vista de su padre, que conducía. Yo me puse a un lado. Sólo nos miramos y pasamos el recorrido tomados de la mano, en silencio. El sol caía. El aire era fresco. Todo fue ideal.

La prohibición siguió. Los encuentros secretos también. Y las crisis y los maltratos aumentaron.

Al cabo de dos años me armé de valor y me enfrenté al tipo. Aceptó que no tenían caso sus hostilidades y estuvo de acuerdo con que su hija fuera mi amiga.

Entonces ocurrió la primera mala señal. Llegó su cumpleaños a los pocos días del armisticio, del tratado de paz, y le llevé un regalo. Sin embargo, no hubo el jolgorio esperado. Y eso que ahora la dicha no estaba proscrita.

Después, también a los pocos días, fui a visitarla. Sólo estaba con su hermana. Su actitud era algo lejana. Le pregunté qué pasaba y me respondió evasivas. De pronto tocaron a la puerta. Era otro muchacho de la iglesia. Pasó y ella lo hizo sentar a su lado mientras a mí me dejaba solo, frente a ellos. Las cosas se aclararon de golpe. Y un golpe fue lo que di a la pared de la escalera cuando bajé furioso. Sólo la hermanita fue testigo, mientras me miraba apenada, como disculpándose.

Es cierto, me traicionaron, pero una vez en la calle me di cuenta de que me sentía liberado. Ya no la quería tampoco.

Fue la última vez que acudí a su casa. Me alejé en paz, ligero.

01 junio 2009

Construcción de una iglesia

Para Vértice

Quisiera intentar una presentación visual para comunicarme con ustedes. De hecho, inicié el intento, pero soy tan malo y tan lento que acabaría por abollar las ideas.
Mejor con palabras, de esas de barro que conozco, que se llevan bien conmigo y se dejan moldear.
El tema es la Iglesia Vértice. Y dice así…

El propósito de Dios siempre ha sido reunir a su iglesia, la de arriba y la de abajo. Para ello ha asumido el enorme pero didáctico riesgo de confiarnos parte del trabajo: la iglesia de abajo. De eso se trata, de edificar la iglesia, levantar sus paredes y techo, alfombrar su piso y mantener sus puertas y ventanas abiertas para que entre gente y frescura.
La iglesia no es un hospital, por supuesto que no. Es más bien un hogar y una escuela, lugar de futuros y de nostalgias. Es la casa de Dios, ni más ni menos.

En el camino a la iglesia hay, lamentablemente, dos enormes obstáculos: la tradición y la ignorancia. La primera es una telaraña sutil que se ha ido tejiendo con el tiempo; todos somos un poco culpables de sus vicios y también todos somos un poco responsables de sus virtudes. Lo bueno de la tradición es que es un punto de referencia y nos recuerda la necesidad de ritos. Lo malo es que con el tiempo acaba creyéndose infalible e impide la renovación.
Sólo hay una fórmula para desintoxicarse de tradición: desaprender. Da un poco de miedo arrojarse a lo incierto, quitar el pie del muelle firme para saltar a la lanchita que se bambolea en el agua. Pero no hay otra forma: desaprender. Eso quiere decir que agradecemos el pasado glorioso pero lo dejamos ahí, en el pasado, y nos proponemos asumir que hay más, mucho más, y que las respuestas de antes pueden ser cuestionadas.
La segunda pared que se interpone en el camino a la iglesia es la ignorancia. Porque, admitámoslo, no sabemos; así de simple, no sabemos. Cómo se hace una iglesia, cómo se leen los planos, cómo se interpreta la voluntad de Dios, ingeniero infalible… no sabemos.
En parte es culpa de la tradición. Como dábamos por sentado que las respuestas eran ciertas, no nos tomamos la molestia de aprender a buscar otras. Olvidamos cómo leer, cómo reflexionar, cómo pensar. ¿Para qué si el líder en turno tenía la solución? Qué importa de dónde la sacó y cómo, bastaba con saber el rumbo.
Eso funcionaba cuando la comunidad era un ranchito y las veredas pocas, poquísimas. En cambio hoy, el rumbo que hay que tomar es una maraña de opciones, las mentes se han abierto, la información está ahí. Las señales de los tiempos brillan intermitentes como neón retro. Pues hay que aprender. Aunque cueste y lleve tiempo, hay que dedicarse a aprender a aprender. ¿Cuánto? Hasta que todos encuentren por sí mismos la voluntad de Dios. Ya no más fe prestada y argumentos infalibles del recetario. Ahora hay que estudiar y pensar por uno mismo.

Y pasados esos obstáculos, ¿podemos comenzar la edificación? No, aún no. Ante el terreno listo para la construcción nos topamos con que nos faltan recursos y técnica.
Con lo primero quiero decir que nunca hay tiempo suficiente, ni gente ni dinero ni de todo. Parece que la misión de Jesús siempre debe llevarse a cabo en el límite de los recursos. Como es cosa de fe, más vale hacernos a la idea y dejar de angustiarnos. Los recursos siempre se completan justo el día de la inauguración, por lo tanto los planes deben contemplar déficit y compensarse con ánimo. Es más, es imposible sin buen ánimo.
Con técnica quiero decir que también carecemos de talentos y habilidades en la medida justa. La proporción de ineptos siempre es altísima y por lo general las tareas las comienzan los que ni saben ni pueden ni les resulta. Esto no quiere decir, como hacen algunos, que nos resignemos a la mediocridad, dado que no tenemos el don natural. Al contrario, es un aliciente para buscar a los talentosos, llamarlos y prepararlos.
Al principio se puede uno dar el lujo de prescindir de los especialistas. Pero uno tiene que buscar ser un profesional y hacer todo con la excelencia que Dios requería en el santuario israelita.
Pero, ¿qué hacemos si el talentoso no quiere? Querrá otro, vendrá otro; te digo que es cosa de fe. Por tanto, no bajes la norma.

En este proceso hay necesidad de tener a mano dos herramientas básicas del quehacer y las relaciones humanas: el diálogo y la resolución de conflictos. Resultan tan básicas que me intriga observar que no se nos educa en ellas en ningún lado. Da vergüenza, la verdad.
Y es que el mundo sería diez millones de veces mejor si supiéramos intercambiar apacible y racionalmente nuestros puntos de vista, y si tuviéramos buena práctica en resolver nuestras diferencias de manera constructiva.
Pues bien, si nadie nos enseñó, más vale que aprendamos ahora y que practiquemos constantemente, porque construir una iglesia es una tarea de años, pesada y demandante. Sólo es tolerable porque ahí está tu familia, los que amas, y sólo hay familia si hay diálogo y sabemos negociar.
Comienza, por ejemplo, por dialogar sobre cosas nimias: ¿de qué tamaño hacemos la puerta de entrada de la iglesia ideal? Dialoga de todo, en todo tiempo, con toda clase de estrategias interesantes. Sé transparente y democrático, estimula todas las voces. Y cuando surjan conflictos, nada como resolverlos con la Biblia abierta en Romanos 12 y 13.

Finalmente, hablemos de la iglesia en sí, ya no de lo que nos estorba ni de lo que nos falta para construirla.

La iglesia-familia que deseamos debe tener a Jesús en el centro. ¿Y eso qué quiere decir? La respuesta te la digo con dos palabras: Adoración y evangelismo. Adoramos reconociéndolo, dando testimonio de muchas formas, escuchando su palabra, asombrándonos con sus obras. Para saber si adoras bien observa si ocurre lo que dijo Jesús en Mateo 5: que la gente ve las buenas obras y glorifican a Dios. Y observa si pasa lo que dice Pablo hablando de dones: que la iglesia es edificada.
Como adorar implica un reconocimiento de posiciones, la iglesia que soñamos debe tener los elementos que pongan a cada quien en su lugar: él es el padre, yo el hijo. Al proponer cualquier variante litúrgica, al dar un testimonio, al enunciar una verdad descubierta, habría que preguntarse si a los demás les quedará más claro, con mi acto de adoración, que Dios es el padre, el origen y fin.
La contraparte es el evangelismo. No el institucional, el de números y estrategias administrativas, sino el vivencial, el de contacto, el que comienza y termina con tu persona involucrada, no con el esquema de testificación genérica.
La iglesia debe buscar o abrir espacios para compartir, para decirle a otros como nosotros, que hay un camino y que recorrerlo es placentero. La intención, la experiencia y el estilo personal son primero; la estrategia, el material prefabricado, los discursos hechos puede ser que vayan después.
El modelo es la iglesia primitiva y el paradigma es el ex endemoniado gadareno.

Una iglesia como ésta debe estar fundada en la Palabra y techada con las buenas relaciones humanas. Doctrina y corazón, podríamos decir. La Biblia para no extraviarse y el afecto de los hermanos para no desanimarse.
Como era al principio, el centro de la iglesia es el estudio de la Biblia y el estrechamiento de los lazos, lo cual debe reflejarse en la inversión de tiempo y energía. Si tuviera que elegirse entre pocas opciones, hay que escoger la Palabra y la comunión. Justo lo que hizo Jesús durante su ministerio.

Noten que omito la palabra programa. Es que la iglesia no es un sitio de eventos. Debe ser un lugar de encuentros, un punto de referencia con sabor a hogar, trascendente, fundamental, emocionalmente vivo y nutricio.

Ya está dicho, ahora, a construir.