24 octubre 2008

Tiempo del fin. día del Señor

lo importante es quién viene, no la segunda venida como noticia

un paralelo con la historia de jeremías

Jeremías fue un profeta que vivió con el corazón en la mano y el Jesús en la boca. Dios lo llamó a una tarea que le estrujaba el corazón todos los días. Se la pasó llorando por su gente, haciendo corajes contra sus enemigos, desesperado por las calumnias. Siempre a un tris de morirse de pena.

La nación a la que tuvo que predicarle tenía algo más de 800 años de existencia. No son pocos, y si le sumamos el tiempo de los patriarcas tenemos que como pueblo escogido desde Abraham acumulaban la friolera de 1,400 años. No todo mundo puede jactarse de esa historia.

El tiempo transcurrido fue más que suficiente para modelar la imagen tradicional de los israelitas... por fuera. Eran, en el papel, el único pueblo monoteísta, poseedores de una misión mundial y dotados de dones sobrenaturales. Al lado de las demás naciones lucían excéntricos, demasiado diferentes para suponer que su modo de ser fuera producto de su ingenio o la creatividad de algún líder visionario. Su dios oficial, por mencionar algo, era invisible, santo hasta el extremo y alegaba ser el creador de todo, de todo, de todo. De t-o-d-o.

Eso es demasiado.

Lo mejor del asunto es que los israelitas tenían en las manos las pruebas de que era cierto. Pero lo inexplicable es que en 1,400 años el tiempo de verdadera fidelidad de Israel al Dios que los había salvado era ridículamente poco. Su rebeldía era tan constante que llegó un momento en que se incorporó a la esencia de la nación. Primero internamente; por fuera siguieron siendo jehovistas, pero en el fondo envidiaban a los otros, los libres, los que podían creer en lo que les diera la gana y tener esas orgías de dioses en cantidad. No pasó mucho y al fin salieron del clóset y de una vez llevaron ídolos al mismísimo templo de Dios.

Ésa fue traición de la peor calaña.

Ahora es cuando aparece Jeremías, cuando la nación se dirige alegremente al precipicio. Babilonia, al oriente, ha acabado con los temibles asirios, los lejanos lidios y pronto humillará al poderoso ejército egipcio. En medio del escenario, Palestina. Y ahí, lo que queda de Israel, el reino del sur, Judá, y el resto desnutrido de las doce tribus, lo que sobrevive.

El mensaje de Jeremías fue simple y repetitivo: "Hermanos, Dios los eligió para que fueran santos y sus mensajeros; hizo un pacto con ustedes: si son fieles, podrá protegerlos y bendecirlos; si no lo son, nos los obligará, tendrá que irse y los dejará a su suerte". Ay, pero eligieron romper el pacto; querían las bendiciones pero no las responsabilidades. Ay, de tanto ver las pulidas piedras del templo lo imaginaron casi con vida propia. No podía ser cierto lo que decía el profeta; a Jerusalén no puede pasarle nada ¡porque aquí está el templo sagrado!... ni modo que Dios destruya su propia casa, ¿verdad?

Dios era un padre persistente, pero se le habían acalambrado los brazos de tanto extenderlos; esos hijos ingratos lo habían humillado demasiado. Agradecían a figuras inertes de madera y piedra la lluvia de Dios; adoraban imágenes repugnantes y suponían que Dios, al fin un dios, estaba confinado a las fronteras físicas de Judá, obligado como el genio de la lámpara a conceder deseos.

Las profecías falsas caían una a una sin cumplirse, mientras los dichos de Jeremías se cumplían con estremecedora exactitud. Y aunque los profetas falsos mentían descaradamente, los judíos les creían y perseguían a Jeremías ¡por decir la verdad!

Un día la ciudad santa amaneció rodeada por las hordas incontenibles de Babilonia. Jeremías volvió a tener razón y por eso lo echaron en un pozo fangoso, para matarlo lentamente, enterrado en vida.

El asedio contra Jerusalén duró tres años. Las madres delicadas y correctas se habían comido a sus hijos pequeños por la hambruna. Jeremías, ay, tuvo razón otra vez; tristes profecías cumplidas que sólo hablaban de desolación. Los muertos se acumularon en las calles. El templo de Salomón, descuidado, profanado, estaba sentenciado.

Un día ya no hubo ciudad. Los babilonios entraron para arrasarla, quemaron palacios y casas, derribaron los muros. Mataron a los nobles, expulsaron a todos, robaron todo, dejaron nada. Sólo cerros de muertos, sin rey, sin nobles, sin sacerdotes, sin templo, sin muro, sin alma se quedó el país rebelde y ligero.

Jeremías llora ríos; no es tristeza, no es pena, es un puñal clavado en los pulmones que no lo deja respirar, es un mazazo en el pecho que lo dejó seco y con la entraña muerta. Sus hermanos están muertos y Dios se fue. Él lo vio irse, Dios con la cabeza gacha. Es más de lo que se puede aguantar.

Esas calamidades cataclísmicas eran de una dimensión tan extraordinaria que en el Antiguo Testamento se conocieron genéricamente como "día de Jehová".

Qué bueno que descansas en tu tumba, Jeremías, porque viene, está cercano, el gran día del Señor. La calamidad amenaza al mundo entero, pero esta vez algunos escucharán, porque no hablamos como tú sólo a un pueblo sin remedio; somos Elías en el cerro y ahora sí saldremos ganando.

2 comentarios:

Yeya dijo...

Es muy muy fácil escribir esas palabras, pero asimilarno no, y esque suplico valor al Supremo para que podamos lograr algo por darlo a conocer.
¿Qué hacermos?, ¿qué esperamos?
¿que estoy haciendo por mi misma?, tantas cosas pero poco a poco se va cumpliendo, siento como si no hiciera nada..
Pero el poder divino logra toodo.

figne alberto dijo...

Y más vale que el Señor logre todo, Yey, porque la misión es tan grande que abruma y desgasta y nos deja fríos. No, no se podría sin él.