12 agosto 2009

Oficina

El aire que se cuela por las celosías del tragaluz siempre me pone de malas. Por las noches, cuando se extiende la jornada de trabajo, y te quedas solo en el edificio de la facultad, produce un aullido que a ratos inquieta. Vas concentrándote en la tarea, aporreas el teclado de la compu y de pronto una ráfaga de viento resopla, te espanta y de postre provoca los portazos que te hacen maldecir diez veces más al conserje.

Pancho, Pancho, cuándo carambas arreglarás las puertas para que no se azoten.

El tipo tiene casi ochenta años y aquí sigue, más estorbo que ayuda real. Y ni siquiera es de los contadores de anécdotas sabrosas, alimenticias. No estudió, no recorrió el mundo y sus tres hijos resultaron igual de grises. Y lo único que le pido, que es arreglar las puertas y pedir que tapen esas canijas celosías, no lo hace.

El problema es de noche, claro; de día ni te fijas, con el ruidajo de los estudiantes zapateando por los corredores o las voces con eco de los docentes que a coro repiten su cátedra.

El problema es de noche porque el edificio se pone realmente oscuro. Yo soy algo nervioso y no me gusta que entre mi oficina y la salida haya un tramo largo que tienes que recorrer casi a tientas cuando sales. Y mientras doy esas decenas de pasos, los muebles truenan conforme sueltan el calor al fresco nocturno, las puertas se azotan otra vez, las sombras poliédricas se desarman y se reagrupan a mi vista y hasta mi propio reflejo en las superficies cromadas de aquellas dos macetas sugieren un acompañante.

Ya en la puerta se me atropellan los dedos buscando la llave y en los pocos segundos que tardo en abrir, siento que el vestíbulo oscuro se ennegrece y como que se me recarga en la espalda empujándome contra la puerta de cristal.

Salir es de reírse porque todo ha sido una tontería. Siempre, por supuesto. Éste es un edificio que nunca albergaría ni media presencia maligna, si las hubiera. Me enoja saberlo y no poder controlar mi miedo irracional. Supongo que viene de la infancia remota. Al menos yo siempre le echo la culpa a esa noche que quise atravesar el patio hacia el cuarto del fondo, el destinado a la criada que hacía como que nos cuidaba. Totalmente despreocupado eché a andar por el pasillo de cemento que serpenteaba unos metros cuando de repente se cruzó un gato pardo, que se espantó tanto o más que yo y a una salió corriendo y chillando. Yo grité igual, regresé corriendo y pálido y lloré mucho rato. El vaso de agua con azúcar y sal no sirvió para borrar mi temprana conciencia de que ahí, en la negrura, siempre hay algo.

Y no lo hay, qué fastidio. Me lo repito. No hay nada. Cómo haré para entenderlo de una buena vez. Ni modo que un monstruo horripilante, de garras pastosas y aliento nauseabundo me salga al paso para devorarme. Es una tontería pensarlo.

Ya estoy fuera, es lo bueno. Recorro el estacionamiento bajo la bendición del alumbrado cobrizo que me libera de temores. Mi auto es el único. En un rato estaré en casa y dormiré a pierna suelta, merecidamente, porque la jornada de clases ha sido extenuante.

Sin embargo, no necesito llegar para darme cuenta de que he olvidado las llaves, el celular y la pluma. Qué lata con ese vicio mío de sacar todo lo que traigo en las bolsas y dejarlo en el escritorio. Y no dejé la cartera porque no traigo.

Camino de vuelta, pienso en cualquier cosa con la llave de la puerta de cristal ya en la mano. La abro con agilidad. Penetro en la cueva oscura con paso firme. No hay nada aquí, los monstruos no existen, me digo muy de paso, los fantasmas menos. ¿Un demonio? Bah, es ridículo.

Un tronar de muebles y pierdo el paso. Vuelve el reflejo de las macetas. Canta tenebrosamente el viento. Maldigo a Pancho. El empujón en la espalda me acelera. Camino y camino. Alcanzo la puerta de mi oficina, prendo la luz exterior para poder hallar la cerradura. Abro y me detengo. Me detengo sin respirar y pálido en el umbral, con la mano aferrando firmemente el picaporte.

En mi asiento, trabajando sin preocupación, estoy yo, otro yo. Levanta la mirada, se cruza con la mía y también se cruzan grito, portazo y ventarrón.

5 comentarios:

Zaraí dijo...

entantador lo que el pasa, es un faceta que no le conocía, le tengo un consejo deje de maldecir al pobre de don Pancho o Poncho, que culpa tiene de estar tan viejo, la lucha le ha de hacer, un tip para esos días de niebla en un oficina solo piense en una deliciosa y suculenta MagNUM de las que más el gustan.
Ahora me burlaré, tan grandote y tan miedoso, pero quién no tendría miedo de encontarse con un mismo... jaja
Es de humanos tener miedo, el miedo nos hace huir, reaccionar, y actuar que es lo más importante, aunque pensandolo bien, si tienes miedo es por que estás vivo no?

figne alberto dijo...

no, pero no soy miedoso (ejem, ejem); es sólo un cuento de terror, nada que ver con la realidad (me alejo chiflando... pero a los pocos pasos me regreso): una magnum puede servir, definitivamente =P

Anónimo dijo...

Que buen cuento!! me recordó algo que leí de Cortázar "Las babas del diablo", me lo rocordó por el tono de monólogo y la prosa coloquial y por el final inesperado... Aunque si se inspiró en alguna noche de trabajo en el antiguo hospital, ahora multifacultad, no se engañe, ahí le han pasado cosas raras a varias personas, si quiere un día charlamos largo y tendido sobre los asuntos inexplicables que llegan a pasar en ese edificio.

figne alberto dijo...

ya sabes May, charlamos cuando quieras; puedes localizarme en http://www.facebook.com/fignealberto

Anónimo dijo...

no mames