20 agosto 2008

Iglesia alimentadora

Uno de los deberes del estado es la distribución de la riqueza, para ofrecer la oportunidad de progreso a todos sus ciudadanos. Algunos estados han elegido hacerse cargo (y los críticos los llaman populistas), mientras otros lo han dejado en manos de las fuerzas del mercado (y los críticos los llaman neoliberales).

Si una nación tiene una brecha grosera e insalvable entre sus clases sociales (hay pobres muy pobres y ricos muy ricos) y si una franja muy amplia de gente vive miserablemente, no importa qué se alegue o a quién se culpe, el estado en resumidas no está cumpliendo su deber.

Otra manera de decirlo es que la prosperidad de una nación y de sus individuos particulares es una medida de la eficacia del estado.

Pues bien, lo mismo puede decirse de la iglesia como organización.

En la Biblia uno de los conceptos más claros, aunque tenga diferentes nombres, es el de la mayordomía. Algunos la han definido como la administración de los recursos que Dios ha puesto en nuestras manos. Si los administramos bien, somos buenos mayordomos.

Concuerdo con la idea pero también creo que se queda muy corta. Primero, porque nos pone en el papel de empleados y a Dios en el de capataz; segundo, porque orienta la administración a los resultados cuantificables y se centra en nuestro desempeño.

Sin embargo, la Biblia insiste desde el principio en la intención divina de presentársenos como un padre. Es creador y rey, digno de adoración, y nosotros somos criaturas y siervos. Con todo, a Dios le encanta la idea de tratarnos paternalmente, hacernos sentir en confianza, queridos, respaldados; se muestra abierto y tolerante, siempre dispuesto a recibirnos de vuelta. Señala el mal, procura eliminarlo, pero trata de salvar al malo haciéndolo bueno.

Él nos quiere hacer una familia, en pocas palabras. Y resulta que una de las metas de la familia es que todos prosperen, tengan lo que necesitan, se acerquen a la felicidad y se queden ahí. Como las familias sanguíneas velan por el bienestar de sus miembros, los cuales se protegen mutuamente, la familia religiosa ideal intenta que todos estén sanos, que no pasen necesidad, que crezcan en todos los sentidos. ¿No es eso justo lo que dice Pablo cuando compara a la iglesia con un cuerpo?

Eso nos impone una responsabilidad. Y es que todos hemos recibido algo que le falta a otro. Somos mayordomos de ese bien para que alguien más sea mejor y más feliz, de modo que su bienestar se me devuelva en satisfacción como dador que soy. La mayordomía, pues, no tiene como objetivo que aprendamos a sacar la décima parte del salario y nos acostumbremos a entregarlo cada tanto en la iglesia. Más bien, la meta es hacernos asumir el papel de solucionador y proveedor de mi familia, la iglesia. Doy no para ser un buen mayordomo, sino porque mi hermano, mi mamá, mis primos, los abuelos lo necesitan; doy porque no es justo que no dé, porque alguien más tiene menos y sufre. No doy para mantener a alguien, sino para satisfacer necesidades y mantener lazos.

La meta de la mayordomía no es recordarme que un séptimo de mi tiempo semanal le pertenece a Dios y debo entregárselo. La mayordomía me dice que la familia necesita mi tiempo, que mi padre celestial quiere fiesta y nos invita a su mesa. Dedico tiempo, el sábado, para ver a mis hermanos, para oír a mi papá celestial, para pasarla a gusto, para alimentar el alma del otro.

Hay familias tan agradables que uno quisiera ser parte de ellas. Algunas crecen porque adoptan a amigos y vecinos. No son familiares consanguíneos, pero acaban siendo familiares por elección. Y sí, en las celebraciones ellos están incluidos, comen en la casa regularmente, intercambian favores, se prestan herramientas, ven deportes juntos y comparten aficiones.

La iglesia debe volverse una familia tan agradable que otros quieran pertenecer a ella; porque nuestras puertas y el corazón están abiertos a su presencia. El verdadero evangelismo es traer de vuelta a quienes aún no son de la familia y están lejos, quizás sin saberlo.

Pero si la iglesia no atiende a los suyos, si hay una brecha entre miembros prósperos y saludables y los miembros en desgracia y crisis, sin la intención de cerrar esa separación. Si no somos buenos mayordomos con los nuestros, con los de casa, no habrá evangelismo que cuente.

O, para decirlo en otras palabras, la medida de nuestro éxito como mayordomos es el grado de prosperidad y bienestar que goza la iglesia y sus miembros individuales. La medida del éxito evangelístico es cuán atractivo y deseable es para los de afuera ser parte de la familia y entrar.