17 agosto 2007

Copiar y pegar para la vida cotidiana

La otra vez se me ocurrió salir con que el copiar-y-pegar (copy-paste, CP) en las clases carece de importancia. Y mi dicho no la habría tenido tampoco si no es que yo estaba hablando a un centenar de educadores en una ponencia sobre tecnología educativa. No se alborotó la banda, pero sí se agitaron algunas almas. Este texto es una elaboración más amplia al respecto, como apología de mi postura y también para obligarme a mí mismo a ser preciso.

Primero las definiciones.

CP no es más que el uso de la computadora para capturar contenidos completos desde un repositorio electrónico (página web, disco, usb) y crear copias fieles en otro medio… sin siquiera tener que digerirlos. El caso clásico es el del alumno que para resolver su tarea de investigación entra a monografías.com, encuentra el tema requerido, usa Ctrl+A o Ctrl+E para marcar todo el texto en pantalla, luego Ctrl+C para copiar lo marcado a la memoria y finalmente Ctrl+V para insertar ese contenido en un documento (de Word, por ejemplo), una hoja de cálculo (Excel), un lienzo gráfico (Photoshop), etc. (comandos y ejemplos del ambiente windows).

Esta es la forma digital de hacerlo, pero en realidad se trata de un procedimiento antiguo. Hace unas décadas se hacía con tijeras y pegamento. Es lo mismo, pues.

Ahora el dilema.

La cuestión es si debiera ser permitido que los alumnos hagan esto, porque no parece provechoso que un estudiante sea un simple intermediario entre el contenido elaborado por otro y la clase, con el único fin de decir que cumplió la tarea.

Y otra cuestión, si reprobamos el procedimiento, cómo podemos evitar estos burdos plagios.

Los que se preocupan de tiempo completo por estas cuestiones olvidan que éste no es un problema esencial, de fondo. Estamos hablando sólo de una forma de traernos el conocimiento. Otras serían memorizar-y-repetir, inventar-y-fingir, reflexionar-y-crear, etc.

En realidad los puntos álgidos son los extremos del proceso: uno, qué le pido a mi estudiante que busque (indague, complete, aprenda, resuelva) y dos, qué espero que haga con lo hallado (elaborado, resuelto, aprendido), o sea, el objetivo.

Respecto a lo primero debo decir que la originalidad no es la meta en la amplia mayoría de los casos. Las excepciones serían, quizás y a ratos, las artes. Fuera de ello nada nuevo hay bajo el sol. Si se trata de indagar cuándo nació B. Juárez, no se espera que el alumno haga un viaje a Guelatao a sumerjirse en las actas de nacimiento de la época. Averiguarlo ahí o en Encarta es exactamente lo mismo desde el punto de vista del cumplimiento de la asignatura.

Por supuesto que alguno está pensando (segunda razón contra el CP) que se esperaría un esfuerzo mínimo, que se vea que al muchacho le costó. Ah, en ese caso estamos hablando de un doble qué: El de la tarea en sí y el de cansarse. Ni siquiera cuando se argumenta que lo que nos cuesta trabajo se retiene más justificaría eliminar el CP, ya que una de las ideas de la educación, me parece, es ayudar al estudiante a saber cómo y dónde aplicar mejor sus esfuerzos. Pasar horas buscando a pie el año de nacimiento del benemérito no una buena forma de aplicar la energía... claro que sería diferente si hablamos de práctica, de caligrafía, de encestar la bola. Pero exactamente, sería diferente a lo que discuto aquí.

Un tercer argumento para oponerse al CP tratándose del qué de una tarea es que la aplicación de esfuerzo directo ayuda a la retención. Es decir, si yo me tomo la molestia de copiar a mano un texto, al menos me estaré obligando a pasar mis ojos por las palabras y el acto mecánico de escribir me hará leer por segunda vez conforme escribo y, en suma, el trabajo nervioso y musculoesquelético me hará retener. Si bien esto suena empíricamente razonable, ignoro si hay pruebas de la validez del método. Y aunque las hubiera, aún estaríamos iniciando el proceso, porque la intención no es retener sino comprender. La vida cotidiana también nos ofrece empíricamente la idea de que la retención es mucho mejor cuando un contenido es procesado por varias vías simultáneamente (audiovisual) a la vez que es digerido verbalmente en un ambiente de interrelaciones dinámicas. Bueno, veremos si alguien aporta pruebas en uno u otro sentido.

Ahora el segundo extremo del proceso de cumplimiento de una tarea académica: el por qué, para qué, con qué fin.

Me imagino que en este rubro es donde más se debilita la argumentación contra el CP. De nuevo me citarían la búsqueda de originalidad, la necesidad de que el estudiante haga un esfuerzo y que es necesario reforzar la retención. Y de nuevo descarto los argumentos.

En el aula no me preocupa tanto que el alumno tenga una idea nueva como el hecho de que las ideas que ya tiene sean sólidas, coherentes y consistentes. A estas alturas de la historia de la humanidad es difícil (aunque no imposible) proponer algo nuevo. La verdad es que uno elabora sobre los aportes de otros. Yo esperaría que, independientemente de lo hallado por mi estudiante (y de cómo lo halló y finalmente lo transcribió), sea capaz de argumentar al respecto y defender o criticar, según sea el caso.

Ejemplo: Pongamos que propongo una tarea con el siguiente objetivo: "Conocer y comprender los aportes de B. Juárez" y que al cabo del plazo Pedro halla en Encarta un artículo sobre B. Juárez que se fusila íntegró y sin pestañar (CP turbo, pues). Me lo entrega en el aula y yo detecto de inmediato el plagio. En lugar de sancionarlo por ello mientras premio a Catalina, que se chutó la puntada de escribir a mano la versión parafraseada del mismo artículo (o sea, el mismo contenido sólo que con "sus palabras", detalle importante parece), la reacción correcta sería hacer la digestión de las tareas para que se cumpla el objetivo. ¿Cómo? Discusión, nada más ni nada menos. Si Pedro es capaz de entender lo que copió y defenderlo o criticarlo, mientras que Catalina no, por más que tenga la mano hinchada de tanto escribir, entonces el objetivo lo cumplió el primero y no la segunda.

Claro, el problema es que muchos maestros no debaten en el aula; no les gusta, no saben, no quieren arriesgarse. Por lo que sea. No lo hacen. Entonces, de más está que los alumnos hagan excelentes o pésimas tareas, si no son digeridas, da la misma.

Tampoco es relevante el esfuerzo hablando de cumplir objetivos. Me gusta más la idea de aplicar esfuerzo al debate que al copiado. Bueno, alguno está a punto de saltar pensando que me pescó, y va a decirme que para estar preparado para el debate, bien informado, hay que esforzarse en investigar. Claro, de acuerdo. Pero volvemos al principio. La investigación no tiene que hacerse a pie. Si se logra estar bien informado haciendo CP, entonces vale.

Cierro esto considerando las implicaciones para la vida cotidiana.

Está más que dicho que hay un desfase entre aula y cotidianeidad. Los instrumentos del centro laboral, por ejemplo, no son los mismos que los usados en el aula. En ésta se evalúa con exámenes escritos y reactivos de opción múltiple, mientras en la realidad se nos evalúa con trabajo, prática, resultados, productos. Respecto al CP puedo decir lo mismo: En la vida real todas las disciplinas tienen extensas áreas en las que se realizan tareas rutinarias, para las que copiamos y pegamos: materiales, procedimientos, reportes. Nadie se escandaliza; al contrario, se espera que muchos de nuestro hacer sea estándar y que concentremos las energías en lo esencial, en lo aspectos creativos.

El ejemplo que me gusta es el del plomero. No me importa si compró tubos estándar, que alguien le armó la tubería, que otro le dijo qué hacer y que él vino sólo a pegarla. Si el resultado es satisfactorio, le pago y hasta lo recomiendo.

¿Qué opinan?

14 agosto 2007

Cuéntame una (buena) historia

He leído por ahí (cosas de teatro y cine, quién puede saberlo) que toda buena historia gira en torno a un conflicto. Aunque las variantes son infinitas, los conflictos básicos son unos pocos.

Se me ocurre por ejemplo el caso del hombre bueno cuya familia sufre de pronto una tragedia (Pepe el Toro en Nosotros los pobres). Se pregunta entonces si la vida es justa, si su proceder honesto vale la pena. Y ahora, ¿qué hará? ¿se dejará vencer? ¿huirá? ¿pagará con la misma moneda?

Tenemos también el dilema del sistema judicial, presionado por la ley a liberar a un reconocido criminal porque carece de las pruebas formales. O al revés, que descubre que tiene al inocente y que liberarlo implica que el pueblo pierda la confianza en el sistema (Sacco y Vanzetti). Una variante, también de la vida real, es el dilema de Rommel de quitarse la vida con honor, dejando a salvo el nombre del Führer, o rebelarse, poniendo en peligro a su familia, sabiendo que de cualquier forma morirá.

O están las campañas de liberación en las que su costo excede la del objeto liberado (Rescatando al soldado Ryan).

Y está el sacrificio de los kamikaze que mueren para que la vida sea posible.

Las fuentes del conflicto son la vida, el amor, el honor, la verdad, la justicia, el poder y otras pocas más. Y en esencia se trata de elegir, en decidir cómo se han de resolver el o los dilemas que han creado las propias personas, las circunstancias, la naturaleza o la dimensión sobrenatural en la que se crea.

Pienso que las buenas historias que nos cuentan en el cine intentan o hacernos reflexionar en torno a la naturaleza del conflicto, aunque no sea resuelto o su resolución sea secundaria (El séptimo sello, Platoon) o narrarnos el proceso de resolución, que desconocemos (Sexto sentido, El bueno, el malo y el feo) o llevarnos hasta recuperar de nuevo el equilibrio con un buen final, aunque conozcamos o adivinemos el proceso (Deep impact).

Las malas historias, por consiguiente, no tienen o no plantean bien el conflicto, el dilema a resolver. Y es que aunque lo haya el espectador no se siente parte de él, le resulta intrascendente o inverosímil. Hollywood tiene n películas como esas. De las recientes tenemos Shooter, cuya línea argumentativa es tan predecible que uno puede avanzar tramos de 5, 10 o 15' sin perderse nada. El drama del protagonista no es sicológico sino propagandóstico; no hay una reflexión mínima en torno al pozo en el que ha caído y su escape de él carece de verosimilitud. Igual que 300, la película se sostiene sólo por el frenesí de la acción y la llegada de los créditos finales es un alivio.

Claro, no todas acaban en dramas o tragedias. Ahí tienes por ejemplo algunas de las producciones de Mel Brooks o Woody Allen.

Por si te animan las historias bélicas, te sugiero esta curiosa producción: Fail-safe (2000).

19 junio 2007

La otredad a milímetros de la cursilería

Hace días me vinieron a la memoria esos versos de Octavio Paz que le sirvieron a Benedetti como epígrafe para unos de sus poemas publicado en Inventario, que dicen:
Para que pueda ser, he de ser otro
salir de mí y buscarme entre los otros
los otros que no son si yo no existo
los otros que me dan plena existencia
Y me dije, pues daré algunos teclazos comentándolos. Pero antes me puse a goglear para tener más info del caso y que me encuentro el blog de un paisano que se me había adelantado. Y se le agradece, porque su post está infamemente cursi y mis líneas iban directo a caer al mismo despeñadero. Cierto que, como también dice Benedetti, ser cursi es andar con el corazón en la mano, pero ahora podría decirse que es andar con el blog en la mano, faltaba más.

Entonces estaba en un dilema, ¿cómo comentar acerca de la otredad sin caer en los lugares comunes de ese pobre compañero blogeador? Aquí enfrento la prueba, a ver qué tal. lo hago con un episodio que tuvo lugar hace cerca de 10 años. Parece que no, pero está relacionado con lo que vengo diciendo.

Pues bien, sucede que luego de trabajar en el DF vine a MMorelos y me instalé con mi familia en lo que entonces era una colonia nueva al sur de esta pequeña ciudad del norte de México. A los pocos días tocó a la puerta un vecino, dándonos la bienvenida al barrio y poniéndose a la orden; yo hice lo propio. Los hijos comenzaron a llevarse con los vecinitos (no mucho porque estaban muy pequeños los míos) y yo saludaba una vez sí y muchas no a quienes me encontraba. ¡Hasta me invitaron a una piñata decembrina en la calle! Yo supuse que había salido suficiente de mi encierro, de manera que andando por la calle podía pasar por gente común y corriente; buena gente, vaya. No que me importara realmente, pero es que la paz tiene su costo.

Todo iba bien hasta que un día alguien deslizó una nota por debajo de la puerta. Agria y con exceso de desilusión nos describía como pésimos vecinos, engreídos y maleducados, que no saludábamos, que no aportábamos nada a la buena atmósfera del lugar y otras lindezas que ya olvidé. Claro que me reí a mis anchas de lo que me pareció francamente infantil. Y lo bueno es que nunca supe quién fue el autor.

Quizás ese otro, el remitente, creyó que sólo había una especie de personas, las del jolgorio, las de la multitud que celebran todas las fiestas imaginables e incluso las imaginarias (y mejor si son promovidas por la señora tevé), las que necesariamente te saludan y dedican 20 o 30 minutos a hablar del clima y el precio de la leche. Pero yo, que estoy más que firme en mi vocación de uraño no me di por aludido (más bien, admití que soy todo lo que decía la hoja, pero que en todo caso era un argumento en favor de mi libertad de ser como se quisiera).

A pesar de todo, ya sé que el otro cuenta, y que más vale prestarle algo de atención. Puedes no estar de acuerdo con las reglas sociales, pero al menos debes evitar las fricciones (la paz cuesta, insisto). Y lo mejor para el caso son los buenos modales. Eso me quedó más que claro cuando me casé. Ya sabes que uno no se casa con una persona sino con toda su familia, te haces nudo de otra red que tira en sentidos que nunca te propusiste. De pronto te encuentras asistiendo a eventos a los que nunca quisiste ir, haciendo migas con gente de variedades antes desconocidas, ¡y hasta comiendo potajes extrañísimos!

Y entonces, no importa que seas el tipo más cínico o miserable del mundo, descubres que más vale que le concedas algo de margen al otro, para que la atmósfera no se envicie y pueda aún respirarse. Con frecuencia, oh sorpresa, hasta te das cuenta de que las cosas pueden ser disfrutables. Después de todo hay potajes exóticos que pueden resultar celestiales.

Espero nunca llegar a ser una personalidad hallmark (¡oh, el cielo me libre, sí!), pero deveras que intento ser un pedante más tragable.

12 junio 2007

Si te dejo entrar estarás fuera

En el marco de la visita que hice a vertice, que ya comenté antes, se expresó la intención de crear espacios ideales para la comunión cristiana, ad hoc para cada clase de grupo. Sería una iniciativa juvenil que no busca romper moldes ni domesticarlos, ni arrebatar el control o volverse punto de referencia, sólo procurar los ambientes más propicios para desarrollarte en tu experiencia religiosa, tal como lo necesitas tú y no como lo impone una cierta liturgia de años.Una de las banderas es la tolerancia.

Esto suena parecido a los modernos movimientos democráticos de la sociedad civil urbana.Esa palabra me lleva al 8 de junio de 2007, cuando se publica en El Norte el artículo de Juan Villoro, “Asesinos en bicicleta”. En esencia cuenta que hace tres años un cineasta fue asesinado en la calle por un musulmán ofendido por su documental donde exponía el sometimiento que sufre la mujer en la cultura islámica. Lo llamativo del caso es que los hechos ocurren en Holanda, paraíso de la tolerancia; es más, el cineasta se había negado a contar con la protección de guardaespaldas tras recibir amenazas, porque confiaba en que en la sociedad holandesa lo peor que podía pasar es que se viera envuelto en un debate. Tan racional consideraba a la sociedad holandesa, pues.

El punto aquí es que en aras de la tolerancia se tienen que admitir a los intolerantes, de otro modo estaríamos contradiciéndonos… pero al cumplir creamos una paradoja.

Va más despacio para entenderla.

Supongamos que creo una sociedad absolutamente tolerante, que admite en ella a cualquiera, sin importar lo que piense, con tal de que ejerza la misma tolerancia hacia los demás que lo dejó entrar. Pero si soy realmente tolerante como afirmo, tendría que aceptar incluso a los intolerantes; después de todo en mi sociedad tienen derecho a esa postura y a cualquier otra. Aunque, eso haría que se rompiera regla, porque ellos no quieren tolerar a los demás, por lo que me vería obligado a expulsarlos… aunque al hacerlo ¿no estoy manifestando la misma intolerancia?

09 junio 2007

La frontera ética de la música

La música ha sido siempre una preocupación para los adventistas del séptimo día. Bien sea por conciencia o por un sentimiento de culpa o por la sensación de sentirnos aprisionados. Suele ser un estira y afloja entre liberales y conservadores.

He estado en muchos foros donde se discute el tema. La triste verdad es que nunca he escuchado una exposición concluyente. No quiero decir que exista una última palabra para definir la música buena y distinguirla de la mala (quizás comenzar así la discusión es el primer error); me refiero a que no se arriba a una conclusión razonada y razonable, no se logra dibujar un panorama satisfactorio.

Pero anoche tuve una revelación (no, no soy profeta, sólo hablo que la musa me asaltó, la musa poética, entiéndase). Les cuento:

Resulta que mi amigo Jairo me invitó a un culto de vertice24, un grupo de chavos adventistas que tienen meses reuniéndose los viernes para hacer un culto fresco y juvenil. La invitación incluía presentar un pequeño tema. Ya él me había explicado que parte sustancial del culto lo constituían las alabanzas, que no era otra cosa que cantar himnos religiosos. Mi preparación mental no fue suficiente para impedirme la sorpresa que me causó ver que los músicos acompañantes interpretaban con guitarra eléctrica, bajo, batería y un teclado. Podrás imaginarte que los cantos estaban a tono con esos instrumentos.

Para que entiendas lo que te digo, debes saber que yo soy un tipo 95% racional, 2% emocional y 3% de argón y otros elementos químicos inertes. Además, transito los 45 años, estoy casado y tengo dos hijos adolescentes, me eduqué en un ambiente izquierdista, escucho música clásica y latinoamericana, además de rock de los 50 y 60, y soy en general un adventista conservador. Bueno, pues lo de ayer, viernes, era todo lo opuesto: chavos entre los 20 y 30, estudiantes universitarios o jóvenes profesionistas, supongo que casi todos solteros, entonando piezas 110% emocionales. Otro mundo, ¿eh? (¡Capaz que eran panistas! ¡noooo!).

Si no fuera porque una dama de edad nos acompañaba yo hubiera sido el más veterano de los presentes. Quizás por eso, y porque me tocó exponer el tema (divertido, como suele ser mi consigna), ocurrió que en varios momentos diferentes algunos de los que asistentes, ya habiendo salido de la reunión, me preguntaron qué me había parecido. Yo intenté respuestas amables pero dudo que haya sido preciso; no quería decir que me disgustó o que fuera malo (ya sabes, que lo calificara como moralmente malo, teológicamente malo, religiosamente malo), pero no podía decir que me encantó porque creo que no. Es difícil separar las convicciones del sentir, las ideas correctas del gusto, pero de eso se trata precisamente esto.

Lo que vi y oí fue sorpresivo, me pareció bien de la misma manera que me parecen bien las gracias de mi hijo de 11, aunque yo nunca las haría. En otras palabras, fue bueno, me pareció enriquecedor y estimulante, pero no creo que yo seguiría esa ruta, por mi edad, mi estilo, mi ideosincracia, mis gustos, por lo que sea, porque quiero otro tipo de comida religiosa, vaya.

Pues bien, sucede que de vuelta a casa charlábamos Jairo y yo y ahí se fue armando la idea que da pie a este post.

Ocurre que, como puedes leer en vertice24.com, los chavos también se cuestionan sobre la música. Obviamente ya no los llena la música que tradicionalmente ofrece la iglesia adventista, de raíces europeas del siglo XVIII y estadounidenses del siglo XIX. Pero al mismo tiempo hay entre ellos gentes que parecen centradas y no quieren avanzar demasiado rápido. Entonces surge la pregunta de dónde está la línea que separa lo bueno de lo malo. Entre las respuestas surgen dos cuestionamientos clásicos (nada nuevo bajo el sol, ya sabes): que quién fregados se atreve a trazar la línea (con qué autoridad, quién lo pone, quién decide… todo eso, pero sin el “fregados”, que es mío) y por qué se ha de poner medida a la adoración que con sinceridad se ofrece a Dios (o sea, quiénes somos los demás para juzgar si eres sincero al adorar con tal música o no).

En realidad las discusiones sobre la música se enredan por argumentos como estos dos. Comienzo por el segundo: ¿Quién dijo que era una cuestión sobre la sinceridad? Ojalá, porque entonces sería fácil y el lema sería: vive y deja vivir. El problema es que en lo que respecta a la música cristiana, como en muchos otros asuntos, la sinceridad es sólo uno de los elementos y, en algunos casos, ni siquiera es el más importante, por no decir que la sinceridad no nos salva necesariamente de los errores ni los excusa.

En cuanto al primero: ¿Quién dice que se trata de una línea que hay que cuidar, una frontera luego de la cual reina la maldad? Esta es una simplificación peligrosa, por decir lo menos. También ojalá que fuera sólo una línea, y que además se quedara quieta. Sería cosas de descubrirla o trazarla y poner señales monumentales para que siempre fuera visible.

Pero no. La vida humana es compleja y así lo son las posturas éticas que asumimos. No hay una línea separando lo bueno de lo malo; en todo caso es un poliedro, un cuerpo de muchas caras, sumamente complicado. La frontera, pues, es multidimensional. Una de tales dimensiones es el gusto personal, por eso puedo condenar yo, personalmente, a las berenjenas, porque no me gustan; para mí son malas, aunque no lo son universalmente; ah, pero el root beer es otro cantar. ¿Que no te gusta porque sabe a medicina? ¿que es un líquido infame que acabará por matarme? Bah, dices eso porque no te gusta (de lo que te pierdes).

También está la sinceridad que menosprecié hace rato, que es más determinante cuando falta. Digo, ¿de qué serviría la elección más apropiada si no somos honestos en el fuero íntimo?

Otra cara más del poliedro fronterizo: la cultura. A algunos les preocupa este factor porque no creen que los vaivenes culturales deban ser los que determinen lo bueno y lo malo, porque si no, a la vuelta de una generación los valores son capaces de invertirse por completo y no, se trata de vivir por principios. Ya adivinaste que esto lo dicen los ortodoxos, porque los otros ven en la cultura la tabla de salvación; después de todo, vives en una cultura particular que te moldea, ¿por qué no tomar lo bueno? ¿Por qué no habrías de cantar himnos cristianos con música ranchera si eso es todo lo que sabes?

Yo sólo te digo: está bien, la cultura cuenta, pero no es lo único. Es el tercer factor y faltan más (no necesariamente los menciono en orden de importancia).

Está la coyuntura (anda, no seas flojo, busca en el diccionario el significado), la idiosincracia, los efectos (“por sus frutos los conoceréis”), las intenciones, los propósitos, el prestigio (sí, el carácter de quien compone o interpreta cuentan algo), los otros (de lo que te hablaré en otro post), y también entra la calidad de la música en sentido técnico y no sé cuántas cosas más.

En fin, no es una línea la que hay qué definir sino muchas líneas; o más bien, espacios. Que, por si fuera poco, se van moviendo, porque hablamos de una experiencia dinámica, como lo es la experiencia de las personas. Algunos apuestan a quedarse quietos hasta que los atropella la frontera trasera (que también va avanzando) y acaba empujándolos a fuerza. Otros apuestan a ir siempre más delante de esas fronteras espaciales, experimentando o metiéndose en terrenos fangosos.

Válgame, esto suena tan complicado que se ve difícil que funcione como una guía para elegir; no parece práctico. Pero no digas eso (al menos no en voz alta) porque creeré que te da flojera pensar y decidir ¡que es precisamente lo que nos hace seres humanos!

Con un ejemplo culinario verás que no es tan difícil, aunque que sea complejo no puedo negarlo.

Dime, ¿es bueno comer pizza? Me dirás depende. Y sí, si odias la pizza (gusto) la cuestión se acaba; o si tienes sobrepeso o eres alérgico al queso mozarela (idiosincracia) o nadie la hace en tu pueblo, que en cambio es especialista en sopes y huaraches (cultura), o si la hacen no les sale bien (técnica) o si te la ofrecen para envenenarte ¡porque eres alérgico! (intenciones), etc., resulta mala, mala. Pero si eres flaco, cosmopolita y conoces una excelente pizzería, pues no habrá manera de decir que no. ¿Cómo podríamos condenar a una pobre pizza desvalida e indefensa? ¡Nunca! Es buena y se acabó.

Ahora bien, ¿piensas en todo eso cuando decides comer pizza? ¿consideras las calorías, la combinación de ingredientes, la hora del día en que la comes, si tiene peperoni o no (es puerco, recuerda) y mil cosas más? No respondas que no; yo creo que sí lo piensas, pero en un proceso mental que es en parte automatizado e integral. Durante años oíste discursos de tu mama sobre las vitaminas y las proteínas y que debías comer para ser fuerte y sano, y además has visto elgourmet.com o el discovery channel y algo se aprende, ¿verdad? Todo lo que has aprendido a lo largo de años te ha llevado a ser capaz de analizar en cuestión de segundos si es bueno comer o no pizza (lo cual no quiere decir que tomes siempre una decisión correcta, aunque no puedes decir que no tengas suficientes elementos para juzgar).

Esto mismo debe ocurrir con la música. Empaparnos de tal manera de todos los elementos que intervienen para que podamos analizar una música o un género sin complicaciones… está bien, lo admito, lo que sí es complicado es lo que quiere decir “empaparnos”, porque, a diferencia de lo que pasa con la comida, no suelen enseñarnos desde la infancia a juzgar el arte, a debatir, a indagar, a cuestionar y ahora que estás grande da flojera o miedo estudiar el asunto, o simplemente nos hemos acostumbrado a que alguien debe hacerlo y que nos cuente sus resultados en un libro (bestseller de preferencia). Pero así no funciona, porque aún faltaría incluir los elementos que dependen de tu persona: tu ideosincracia, tu experiencia pasada y presente, tus motivaciones.

¿La moraleja? Que no hay más remedio que pensar…

Empujando la liturgia

¿Qué es lo esencial de la liturgia? ¿El destinatario de la adoración? ¿el adorador? ¿las formas? ¿el fondo? Como cualquier conjunto de reglas, las normas que definen la liturgia cristiana pretenden optimizar el ambiente y las condiciones en las que se encuentran creador y criatura, adorado y adorador. Se supondría que el encuentro es lo central, que dos inteligencias estén cara a cara para interactuar, poniendo sus voluntades a trabajar en ese fin, intencionadamente, decididamente.

¿Cómo es que pronto las formas opacan el fondo? Lo que era novedad de experiencia, frescura estimulante, va haciéndose tradicional y, muchas veces, pierde su brillo. La historia del origen de una iglesia, por ejemplo, se desdibuja para quienes no estuvimos y sólo nos queda hojear un álbum de fotos cuyos protagonistas desconocemos. La tradición nos deja sólo experiencias de oídas, que otros vivieron, que nosotros representamos en un escenario que no entendemos del todo. Cuánto nos falta renovarnos.

Pero momento, si quisiéramos apostar a implementar sólo ideas nuevas permanentemente, ¿no estaríamos en la incertidumbre constante?

Ah, estamos errando la discusión. Íbamos bien: Se trata de establecer las condiciones para el encuentro, de modo que las formas deben perdurar mientras sirvan a esa relación, la mantengan saludable y satisfactoria. La cuestión es que las relaciones humanas son como un idioma, que se mueve, crece, palpita y vive.

Ilustremos el caso: Un día quedamos de vernos con Dios en el patio de su casa; sentados en sillas de jardín, bebiendo, ¿por qué no?, un jugo de naranja rico, dulzón; y charlamos masajeando los pies descalzos contra el pasto apenas húmedo. Le decimos a él cuánto lo queremos y reímos escandalosamente, ensayando maromas en el prado o lanzando piedritas al lago vecino; acaso colgados de cabeza de ese árbol grande y centenario. A ratos callados con la mirada ida, hacia aquel cerro o en la hormiga que recorre el bosque de los bellos del brazo. Diremos entonces que el protocolo impone que, en esos encuentros con Dios, el calzado obligatorio sean sandalias, que combinen con ropa veraniega. Y sin música, claro, ¿para qué si hay brisa del campo y decenas de chicharras escandalosas y el canto nos brota como si nada, ruidoso, tan del corazón, como si surgiera del centro del vientre, explotando hacia arriba y levantándonos los brazos?

Pero no siempre se puede, porque a veces llueve a cántaros y el patio se pone imposible. O algo más serio: se nos muere alguien y mejor sentarnos en el estudio o en la biblioteca de la casa de Dios, que es un lugar sobrio y silencioso, para no reírnos, para llorar quedo, para que Dios nos consuele. Las sandalias no quedan, y no que la muerte merezca ceremonias y por eso el vestido formal y oscuro; más bien, como nos duele la distancia del que se fue, su ausencia sin remedio que cala, celebramos con rigor su memoria y nos acogemos al rito funeral para digerir la pena. Es otra liturgia, pues.

Y las cosas no sólo cambian en circunstancias de día a día, sino a lo largo de épocas. Dios se mantiene vigoroso, padre y empresario del universo, pero las personas envejecemos, nos vienen los hijos, el trabajo se complica, y las cuentas del banco y los análisis del médico y otras pérdidas que no son muertes, pero como si lo fueran, todo se complica y se complica. Entonces maduramos, aprendemos a ver mucho de la vida con desconfianza y desapego, y a apoyarnos más en las pocas cuestiones que realmente valen. Podemos seguir yendo a las reuniones al patio grande, pero lo propio será mantenerse sentados, conversando civilizadamente; ya los chicos que brinquen y escalen árboles si quieren, que a uno le basta con que ellos puedan lo que a los grandes nos haría ver ridículos, a ver ¡intenta darte una marometa ahora!... si es que te sale. Me río y me río.

Las relaciones entre las personas tienen reglas precisas, no escritas, pero bien conocidas; las sigues y todo funciona. Si alguna relación cambia, entonces adoptas las reglas más apropiadas para ese cambio. Pero las sigues, porque eso da certidumbre. Puede parecernos que tal estado de cosas atenta contra la espontaneidad, la frescura que debiera caracterizar a las relaciones vivas, ricas en emociones intensas, de amor, de las diversas especies y medidas de amor. Esa conclusión sería correcta si estuviéramos hablando de reglas administrativas o normas legales. Pero se trata de guías para el juego del amor, que nos gusta jugar. Por ejemplo, está la regla del diálogo, que establecería que ambas partes tienen la prerrogativa de expresarse con libertad y la obligación de escuchar con atención y tolerancia. ¿Cómo será exactamente ese diálogo? Bueno, depende de los que intervienen en la relación, porque hay mudos y hay escandalosos, están los que juegan al ping pong verbal y los que hablan simultáneamente, los que se escriben y los que hacen señas, los que se adivinan y los que no dejan nada a la imaginación, los que hablan sólo de su sentir y los que sólo hablan de su pensar. Pero de que debe haber diálogo, debe haber. ¿Por qué? Porque así estamos hechos; nuestro recurso no es marcar un territorio con feromonas o presumir el plumaje, más bien es el diálogo, que no es sino abrir el corazón a otro corazón.

En la liturgia de provecho debe existir ese elemento equivalente, para que las dos personas que intentan encontrarse y mantenerse unidas, adorado y adorador, conozcan al otro, disfruten al otro, lo entiendan y jueguen a ser un eco. La clase de diálogo que se da puede ir evolucionando, pero no debe ni cancelarse, ni estancarse, ni darse por sentado, ni imponerse, que es precisamente lo que ocurre cuando las formas opacan al fondo, cuando la tradición se coloca por encima de la esencia.

Hubo un tiempo en que el protocolo del diálogo en un culto exigía atender largamente un monólogo (¿contradicción?), asintiendo cada tanto, bien con amenes o con respetuosas inclinaciones de cabeza. Sin réplica, sin oportunidad de aportaciones. Pero el organismo social ha madurado, y no hoy; lo lleva haciendo por siglos. En todo caso, podíamos darnos por servidos porque en tiempos de Pablo a las mujeres no se les permitía ni siquiera hablar o preguntar nada en público, y a duras penas se les admitía en algún sitio del culto. Pero no podemos conformarnos con las satisfacciones pasadas. La iglesia, viva, ha crecido y busca otros nutrientes. La dirección paternalista o la exposición directiva de la verdad comienzan a ser contraproducentes, porque ya no es una sociedad que sea menor de edad, sino que hablamos de un cuerpo que quiere moverse, participar, sentir cómo se mueven todos sus músculos. Es un cuerpo, en suma, que piensa y decide.

¿Debe suprimirse la exposición de la verdad? Nunca, claro está, pero el monólogo como estrategia única o predominante, queda corto. Lo mismo podría decirse del resto de las formalidades de la liturgia. Que haya liturgia, pero a tono con el talante y estado de los dialogantes.

En el momento en que la liturgia produce sólo desencuentros, se impone la necesidad de un análisis de fondo y, quién sabe, a lo mejor de una refundación.

09 febrero 2007

¿Se puede ser adventista e izquierdista?

Cuando yo tenía unos 6 o 7 años mi mamá se casó por segunda vez. El infame padrastro resultó ser un tipo sádico de raices católicas. Mi mamá había sido criada como adventista del séptimo día, pero había abandonado la iglesia durante su adolescencia, así que cuando sus hijos nacieron ya no había religión en la casa.

Entonces llegó el tipo y comenzó a enseñarnos el padrenuestro y ángel de la guarda y otros rezos. Pero ciertas noches, acostados todos juntos en medio de una impenetrable oscuridad, nos contaba historias de terror que nos espantaban por completo; cuando él sentía que estábamos al borde del grito interrumpía el relato (que en realidad deseábamos que acabara mucho antes) y nos hacía arrodillarnos para rezar. ¡Y lo hacíamos con verdadero fervor! Claro, estábamos aterrorizados.

Siempre le tuve miedo a la oscuridad en mi infancia. Y además había la creencia entre los niños del barrio que si al oír la sirena de una ambulancia que pasaba te persinabas (como se santiguan los católicos) Dios haría que el lesionado o muerto que buscaban los socorristas no fuera una persona cercana a ti. Y lo creíamos y sin tardanza nos persinábamos en cuanto nos parecía oír el primer ulular.

A punto de arribar a la adolescencia nos fuimos a radicar a la ciudad de México, habiendo pasado mis primeros 10 años en una ciudad del norte a unos 2000 km. Mi miedo me acompañó y también una extraña inclinación por la vida mística. Así fue que alrededor de los 15 años me uní a la iglesia que abandonara mi madre... ¿Fue por temores ancestrales? ¿acaso la creencia en una presencia superior me daba paz? No lo creo, porque, contrario a la experiencia de muchos, la mía fue excesivamente racional; mi fe sigue siéndolo (ya sé que es una contradicción: ¿fe razonable? imposible, dirán algunos), sin casi espacio para la emotividad que otros muestran con una soltura que me asombra.

Para colmo de males, al mismo tiempo que encontré la fe me mostraron amigos míos los rudimentos del izquierdismo. A escondidas leíamos las tiras de Rius, me hablaban de la matanza de Tlatelolco e intercambiábamos cancioneros de canciones de protesta. Uno de ellos incluso me confesó que anhelaba ir a la sierra, unirse a la guerrilla y tomar las armas. Corrían los años 70 y la guerra fría estaba en su apogeo.

Pero ahora, al paso de los años me encuentro atrapado. Sé que algunos creyentes miran con nostalgia la vida relajada que abandonaron o piensan en lo que podrían estar haciendo, sin cargas de conciencia, si no fueran cristianos. Yo, en cambio, miro con nostalgia a un mundo de ideas políticas que se me ha quedado en el tintero. Mi iglesia es harto conservadora y ortodoxa para que quepan estas discusiones (a pesar de quienes prefieren descalificarnos sin diálogo de por medio tachándonos de secta, jiji, como si eso equivaliera a una excomunión... en la cual de cualquier forma no creemos).

Ya no tengo (tanto) miedo a la oscuridad y mi izquierdismo se ha asentado con el tiempo. Pero siento que mi iglesia me quitó algo que era innecesario suprimir, algo que ahora extraño y que me viene bien intentar revivir. Ah, pero aunque lograra la conciliación, ¿no sería vivir un anacronismo con eso de que ahora sólo cuenta la izquierda moderna, light, certificada por la derecha ortodoxa y vigilante?

Ah, las contradicciones de la vida...