La música ha sido siempre una preocupación para los adventistas del séptimo día. Bien sea por conciencia o por un sentimiento de culpa o por la sensación de sentirnos aprisionados. Suele ser un estira y afloja entre liberales y conservadores.
He estado en muchos foros donde se discute el tema. La triste verdad es que nunca he escuchado una exposición concluyente. No quiero decir que exista una última palabra para definir la música buena y distinguirla de la mala (quizás comenzar así la discusión es el primer error); me refiero a que no se arriba a una conclusión razonada y razonable, no se logra dibujar un panorama satisfactorio.
Pero anoche tuve una revelación (no, no soy profeta, sólo hablo que la musa me asaltó, la musa poética, entiéndase). Les cuento:
Resulta que mi amigo Jairo me invitó a un culto de
vertice24, un grupo de chavos adventistas que tienen meses reuniéndose los viernes para hacer un culto fresco y juvenil. La invitación incluía presentar un pequeño tema. Ya él me había explicado que parte sustancial del culto lo constituían las alabanzas, que no era otra cosa que cantar himnos religiosos. Mi preparación mental no fue suficiente para impedirme la sorpresa que me causó ver que los músicos acompañantes interpretaban con guitarra eléctrica, bajo, batería y un teclado. Podrás imaginarte que los cantos estaban a tono con esos instrumentos.
Para que entiendas lo que te digo, debes saber que yo soy un tipo 95% racional, 2% emocional y 3% de argón y otros elementos químicos inertes. Además, transito los 45 años, estoy casado y tengo dos hijos adolescentes, me eduqué en un ambiente izquierdista, escucho música clásica y latinoamericana, además de rock de los 50 y 60, y soy en general un adventista conservador. Bueno, pues lo de ayer, viernes, era todo lo opuesto: chavos entre los 20 y 30, estudiantes universitarios o jóvenes profesionistas, supongo que casi todos solteros, entonando piezas 110% emocionales. Otro mundo, ¿eh? (¡Capaz que eran panistas! ¡noooo!).
Si no fuera porque una dama de edad nos acompañaba yo hubiera sido el más veterano de los presentes. Quizás por eso, y porque me tocó exponer el tema (divertido, como suele ser mi consigna), ocurrió que en varios momentos diferentes algunos de los que asistentes, ya habiendo salido de la reunión, me preguntaron qué me había parecido. Yo intenté respuestas amables pero dudo que haya sido preciso; no quería decir que me disgustó o que fuera malo (ya sabes, que lo calificara como moralmente malo, teológicamente malo, religiosamente malo), pero no podía decir que me encantó porque creo que no. Es difícil separar las convicciones del sentir, las ideas correctas del gusto, pero de eso se trata precisamente esto.
Lo que vi y oí fue sorpresivo, me pareció bien de la misma manera que me parecen bien las gracias de mi hijo de 11, aunque yo nunca las haría. En otras palabras, fue bueno, me pareció enriquecedor y estimulante, pero no creo que yo seguiría esa ruta, por mi edad, mi estilo, mi ideosincracia, mis gustos, por lo que sea, porque quiero otro tipo de comida religiosa, vaya.
Pues bien, sucede que de vuelta a casa charlábamos Jairo y yo y ahí se fue armando la idea que da pie a este post.
Ocurre que, como puedes leer en
vertice24.com, los chavos también se cuestionan sobre la música. Obviamente ya no los llena la música que tradicionalmente ofrece la iglesia adventista, de raíces europeas del siglo XVIII y estadounidenses del siglo XIX. Pero al mismo tiempo hay entre ellos gentes que parecen centradas y no quieren avanzar demasiado rápido. Entonces surge la pregunta de dónde está la línea que separa lo bueno de lo malo. Entre las respuestas surgen dos cuestionamientos clásicos (nada nuevo bajo el sol, ya sabes): que quién fregados se atreve a trazar la línea (con qué autoridad, quién lo pone, quién decide… todo eso, pero sin el “fregados”, que es mío) y por qué se ha de poner medida a la adoración que con sinceridad se ofrece a Dios (o sea, quiénes somos los demás para juzgar si eres sincero al adorar con tal música o no).
En realidad las discusiones sobre la música se enredan por argumentos como estos dos. Comienzo por el segundo: ¿Quién dijo que era una cuestión sobre la sinceridad? Ojalá, porque entonces sería fácil y el lema sería: vive y deja vivir. El problema es que en lo que respecta a la música cristiana, como en muchos otros asuntos, la sinceridad es sólo uno de los elementos y, en algunos casos, ni siquiera es el más importante, por no decir que la sinceridad no nos salva necesariamente de los errores ni los excusa.
En cuanto al primero: ¿Quién dice que se trata de una línea que hay que cuidar, una frontera luego de la cual reina la maldad? Esta es una simplificación peligrosa, por decir lo menos. También ojalá que fuera sólo una línea, y que además se quedara quieta. Sería cosas de descubrirla o trazarla y poner señales monumentales para que siempre fuera visible.
Pero no. La vida humana es compleja y así lo son las posturas éticas que asumimos. No hay una línea separando lo bueno de lo malo; en todo caso es un poliedro, un cuerpo de muchas caras, sumamente complicado. La frontera, pues, es multidimensional. Una de tales dimensiones es el gusto personal, por eso puedo condenar yo, personalmente, a las berenjenas, porque no me gustan; para mí son malas, aunque no lo son universalmente; ah, pero el root beer es otro cantar. ¿Que no te gusta porque sabe a medicina? ¿que es un líquido infame que acabará por matarme? Bah, dices eso porque no te gusta (de lo que te pierdes).
También está la sinceridad que menosprecié hace rato, que es más determinante cuando falta. Digo, ¿de qué serviría la elección más apropiada si no somos honestos en el fuero íntimo?
Otra cara más del poliedro fronterizo: la cultura. A algunos les preocupa este factor porque no creen que los vaivenes culturales deban ser los que determinen lo bueno y lo malo, porque si no, a la vuelta de una generación los valores son capaces de invertirse por completo y no, se trata de vivir por principios. Ya adivinaste que esto lo dicen los ortodoxos, porque los otros ven en la cultura la tabla de salvación; después de todo, vives en una cultura particular que te moldea, ¿por qué no tomar lo bueno? ¿Por qué no habrías de cantar himnos cristianos con música ranchera si eso es todo lo que sabes?
Yo sólo te digo: está bien, la cultura cuenta, pero no es lo único. Es el tercer factor y faltan más (no necesariamente los menciono en orden de importancia).
Está la coyuntura (anda, no seas flojo, busca en el diccionario el significado), la idiosincracia, los efectos (“por sus frutos los conoceréis”), las intenciones, los propósitos, el prestigio (sí, el carácter de quien compone o interpreta cuentan algo), los otros (de lo que te hablaré en otro post), y también entra la calidad de la música en sentido técnico y no sé cuántas cosas más.
En fin, no es una línea la que hay qué definir sino muchas líneas; o más bien, espacios. Que, por si fuera poco, se van moviendo, porque hablamos de una experiencia dinámica, como lo es la experiencia de las personas. Algunos apuestan a quedarse quietos hasta que los atropella la frontera trasera (que también va avanzando) y acaba empujándolos a fuerza. Otros apuestan a ir siempre más delante de esas fronteras espaciales, experimentando o metiéndose en terrenos fangosos.
Válgame, esto suena tan complicado que se ve difícil que funcione como una guía para elegir; no parece práctico. Pero no digas eso (al menos no en voz alta) porque creeré que te da flojera pensar y decidir ¡que es precisamente lo que nos hace seres humanos!
Con un ejemplo culinario verás que no es tan difícil, aunque que sea complejo no puedo negarlo.
Dime, ¿es bueno comer pizza? Me dirás depende. Y sí, si odias la pizza (gusto) la cuestión se acaba; o si tienes sobrepeso o eres alérgico al queso mozarela (idiosincracia) o nadie la hace en tu pueblo, que en cambio es especialista en sopes y huaraches (cultura), o si la hacen no les sale bien (técnica) o si te la ofrecen para envenenarte ¡porque eres alérgico! (intenciones), etc., resulta mala, mala. Pero si eres flaco, cosmopolita y conoces una excelente pizzería, pues no habrá manera de decir que no. ¿Cómo podríamos condenar a una pobre pizza desvalida e indefensa? ¡Nunca! Es buena y se acabó.
Ahora bien, ¿piensas en todo eso cuando decides comer pizza? ¿consideras las calorías, la combinación de ingredientes, la hora del día en que la comes, si tiene peperoni o no (es puerco, recuerda) y mil cosas más? No respondas que no; yo creo que sí lo piensas, pero en un proceso mental que es en parte automatizado e integral. Durante años oíste discursos de tu mama sobre las vitaminas y las proteínas y que debías comer para ser fuerte y sano, y además has visto
elgourmet.com o el discovery channel y algo se aprende, ¿verdad? Todo lo que has aprendido a lo largo de años te ha llevado a ser capaz de analizar en cuestión de segundos si es bueno comer o no pizza (lo cual no quiere decir que tomes siempre una decisión correcta, aunque no puedes decir que no tengas suficientes elementos para juzgar).
Esto mismo debe ocurrir con la música. Empaparnos de tal manera de todos los elementos que intervienen para que podamos analizar una música o un género sin complicaciones… está bien, lo admito, lo que sí es complicado es lo que quiere decir “empaparnos”, porque, a diferencia de lo que pasa con la comida, no suelen enseñarnos desde la infancia a juzgar el arte, a debatir, a indagar, a cuestionar y ahora que estás grande da flojera o miedo estudiar el asunto, o simplemente nos hemos acostumbrado a que alguien debe hacerlo y que nos cuente sus resultados en un libro (bestseller de preferencia). Pero así no funciona, porque aún faltaría incluir los elementos que dependen de tu persona: tu ideosincracia, tu experiencia pasada y presente, tus motivaciones.
¿La moraleja? Que no hay más remedio que pensar…