¿Qué es lo esencial de la liturgia? ¿El destinatario de la adoración? ¿el adorador? ¿las formas? ¿el fondo? Como cualquier conjunto de reglas, las normas que definen la liturgia cristiana pretenden optimizar el ambiente y las condiciones en las que se encuentran creador y criatura, adorado y adorador. Se supondría que el encuentro es lo central, que dos inteligencias estén cara a cara para interactuar, poniendo sus voluntades a trabajar en ese fin, intencionadamente, decididamente.
¿Cómo es que pronto las formas opacan el fondo? Lo que era novedad de experiencia, frescura estimulante, va haciéndose tradicional y, muchas veces, pierde su brillo. La historia del origen de una iglesia, por ejemplo, se desdibuja para quienes no estuvimos y sólo nos queda hojear un álbum de fotos cuyos protagonistas desconocemos. La tradición nos deja sólo experiencias de oídas, que otros vivieron, que nosotros representamos en un escenario que no entendemos del todo. Cuánto nos falta renovarnos.
Pero momento, si quisiéramos apostar a implementar sólo ideas nuevas permanentemente, ¿no estaríamos en la incertidumbre constante?
Ah, estamos errando la discusión. Íbamos bien: Se trata de establecer las condiciones para el encuentro, de modo que las formas deben perdurar mientras sirvan a esa relación, la mantengan saludable y satisfactoria. La cuestión es que las relaciones humanas son como un idioma, que se mueve, crece, palpita y vive.
Ilustremos el caso: Un día quedamos de vernos con Dios en el patio de su casa; sentados en sillas de jardín, bebiendo, ¿por qué no?, un jugo de naranja rico, dulzón; y charlamos masajeando los pies descalzos contra el pasto apenas húmedo. Le decimos a él cuánto lo queremos y reímos escandalosamente, ensayando maromas en el prado o lanzando piedritas al lago vecino; acaso colgados de cabeza de ese árbol grande y centenario. A ratos callados con la mirada ida, hacia aquel cerro o en la hormiga que recorre el bosque de los bellos del brazo. Diremos entonces que el protocolo impone que, en esos encuentros con Dios, el calzado obligatorio sean sandalias, que combinen con ropa veraniega. Y sin música, claro, ¿para qué si hay brisa del campo y decenas de chicharras escandalosas y el canto nos brota como si nada, ruidoso, tan del corazón, como si surgiera del centro del vientre, explotando hacia arriba y levantándonos los brazos?
Pero no siempre se puede, porque a veces llueve a cántaros y el patio se pone imposible. O algo más serio: se nos muere alguien y mejor sentarnos en el estudio o en la biblioteca de la casa de Dios, que es un lugar sobrio y silencioso, para no reírnos, para llorar quedo, para que Dios nos consuele. Las sandalias no quedan, y no que la muerte merezca ceremonias y por eso el vestido formal y oscuro; más bien, como nos duele la distancia del que se fue, su ausencia sin remedio que cala, celebramos con rigor su memoria y nos acogemos al rito funeral para digerir la pena. Es otra liturgia, pues.
Y las cosas no sólo cambian en circunstancias de día a día, sino a lo largo de épocas. Dios se mantiene vigoroso, padre y empresario del universo, pero las personas envejecemos, nos vienen los hijos, el trabajo se complica, y las cuentas del banco y los análisis del médico y otras pérdidas que no son muertes, pero como si lo fueran, todo se complica y se complica. Entonces maduramos, aprendemos a ver mucho de la vida con desconfianza y desapego, y a apoyarnos más en las pocas cuestiones que realmente valen. Podemos seguir yendo a las reuniones al patio grande, pero lo propio será mantenerse sentados, conversando civilizadamente; ya los chicos que brinquen y escalen árboles si quieren, que a uno le basta con que ellos puedan lo que a los grandes nos haría ver ridículos, a ver ¡intenta darte una marometa ahora!... si es que te sale. Me río y me río.
Las relaciones entre las personas tienen reglas precisas, no escritas, pero bien conocidas; las sigues y todo funciona. Si alguna relación cambia, entonces adoptas las reglas más apropiadas para ese cambio. Pero las sigues, porque eso da certidumbre. Puede parecernos que tal estado de cosas atenta contra la espontaneidad, la frescura que debiera caracterizar a las relaciones vivas, ricas en emociones intensas, de amor, de las diversas especies y medidas de amor. Esa conclusión sería correcta si estuviéramos hablando de reglas administrativas o normas legales. Pero se trata de guías para el juego del amor, que nos gusta jugar. Por ejemplo, está la regla del diálogo, que establecería que ambas partes tienen la prerrogativa de expresarse con libertad y la obligación de escuchar con atención y tolerancia. ¿Cómo será exactamente ese diálogo? Bueno, depende de los que intervienen en la relación, porque hay mudos y hay escandalosos, están los que juegan al ping pong verbal y los que hablan simultáneamente, los que se escriben y los que hacen señas, los que se adivinan y los que no dejan nada a la imaginación, los que hablan sólo de su sentir y los que sólo hablan de su pensar. Pero de que debe haber diálogo, debe haber. ¿Por qué? Porque así estamos hechos; nuestro recurso no es marcar un territorio con feromonas o presumir el plumaje, más bien es el diálogo, que no es sino abrir el corazón a otro corazón.
En la liturgia de provecho debe existir ese elemento equivalente, para que las dos personas que intentan encontrarse y mantenerse unidas, adorado y adorador, conozcan al otro, disfruten al otro, lo entiendan y jueguen a ser un eco. La clase de diálogo que se da puede ir evolucionando, pero no debe ni cancelarse, ni estancarse, ni darse por sentado, ni imponerse, que es precisamente lo que ocurre cuando las formas opacan al fondo, cuando la tradición se coloca por encima de la esencia.
Hubo un tiempo en que el protocolo del diálogo en un culto exigía atender largamente un monólogo (¿contradicción?), asintiendo cada tanto, bien con amenes o con respetuosas inclinaciones de cabeza. Sin réplica, sin oportunidad de aportaciones. Pero el organismo social ha madurado, y no hoy; lo lleva haciendo por siglos. En todo caso, podíamos darnos por servidos porque en tiempos de Pablo a las mujeres no se les permitía ni siquiera hablar o preguntar nada en público, y a duras penas se les admitía en algún sitio del culto. Pero no podemos conformarnos con las satisfacciones pasadas. La iglesia, viva, ha crecido y busca otros nutrientes. La dirección paternalista o la exposición directiva de la verdad comienzan a ser contraproducentes, porque ya no es una sociedad que sea menor de edad, sino que hablamos de un cuerpo que quiere moverse, participar, sentir cómo se mueven todos sus músculos. Es un cuerpo, en suma, que piensa y decide.
¿Debe suprimirse la exposición de la verdad? Nunca, claro está, pero el monólogo como estrategia única o predominante, queda corto. Lo mismo podría decirse del resto de las formalidades de la liturgia. Que haya liturgia, pero a tono con el talante y estado de los dialogantes.
En el momento en que la liturgia produce sólo desencuentros, se impone la necesidad de un análisis de fondo y, quién sabe, a lo mejor de una refundación.
1 comentario:
interesante mi estimado... ese tema en lo personal me tiene estudiando mucho... en Narvarte estamos haciendo una serie de foros que se llaman Reinventando...
algo que discutiremos es este libro:
http://www.amazon.com/Pagan-Christianity-Exploring-Church-Practices/dp/141431485X/ref=sr_1_1?ie=UTF8&s=books&qid=1242445267&sr=8-1
ya luego te cuento a qué ideas llegamos... saludos!
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